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CRÓNICA | Guía para las criaturas de ciudad plana

Actualizado: 21 ago

Letra: Gabriela Vignati | Ojo: Paula Riera.

Caminar es una actividad melancólica. La velocidad de la bicicleta no me había permitido detallar todo el monte quemado o la jaula que le construyeron al pedazo de techo que se vino abajo. Ciudad Universitaria está sola, como todos los días después del apocalipsis virulento, pero a mí me encanta pasar por aquí. Todavía me queda un tramo largo antes de ver la hora en el gran reloj de Plaza Venezuela, de modo que debería apurar el paso y no distraerme demasiado, pero como la actividad del paseante es ir meditando, mejor me voy pensando en que la mejor manera de andar por la ciudad es en bicicleta. Ya que estamos, me parece que existen dos maneras de conocer una ciudad: desde arriba y desde abajo. La orientación en un territorio desconocido solo se adquiere mediante la elevación. Subir a los edificios más altos, encaramarse en cerros, viajar en avión y estudiar los mapas, solo algunas aproximaciones posibles que se me ocurren para contemplar el plano de referencia de una ciudad, de modo que se tenga una comprensión del sistema, en un nivel muy general y abstracto, antes de hacer el primer recorrido. Así uno ve, por ejemplo, que Barquisimeto es espaciosa, ordenada, ancha, roja y cuadriculada como un tablero de ajedrez. En cambio, Caracas es enmarañada, caótica, más grande y a la vez más estrecha, verde y gris, de acabado brutalista, engañosa, tracalera, llena de falso plano. 


Cuando esas siluetas lejanas comienzan a relacionarse entre sí a través de patrones y trayectos reconocibles, eso ya es conocer desde abajo, introducirse en el diagrama de usos y movilidad de la ciudad. Pero no conoces una ciudad realmente hasta que la recorres a pedal. La carrocería de metal te aísla demasiado de los contornos, las nuevas esquinas y aceras que necesitas memorizar; y las caminatas, por otra parte, son demasiado lentas y hacen pensar demasiado, como estoy yo ahora dando vueltas sobre cosas para hacerme compañía. La bici es el artefacto y la velocidad ideal. Mayor distancia en menos tiempo, suficiente para escapar del detalle. Queda lo que importa a la mirada del turista. 


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Aunque no lo parezca (porque esas cosas no se aprecian así a simple vista), vengo de una ciudad muy plana. Aquí he tenido que aprender cómo se dan estas relaciones arriba-abajo. Ciudades como esta exigen, además, la comprensión de un tercer ámbito, fundamental para el ordenamiento urbano: el subterráneo. Así, Caracas está compuesta de altos, medios y bajos. Si Barquisimeto es el tablero de ajedrez, Caracas es el cubo de Rubik y hay que aprender a moverse a través de sus distintas capas y dimensiones, empezando por arriba, y  lo más arriba que se puede llegar es al Ávila, hacia el Humboldt, con paradas en los picos para ver poco a poco la reducción del dibujo de la ciudad. La primera vez que subes te desorientas. No encuentras tus callecitas y edificios, tus puesticos de perro caliente y tus chinos. Demasiado alto como para devolverte, muy lejos todavía del gran hotel, estás justo en el medio. Apenas distingues el cubo negro, las dos torres y el círculo verde del estadio universitario.


La ciudad ha quedado convertida en una masa borroneada, un garabato grisáceo junto a otra cosa, un fondo azul sobre azul como una prolongación del cielo. 

A mí me dijeron eso de que Caracas parece un chorizo, y por eso aprendí a ir de punta a punta con la guía de la montaña. Cuando estás allá, le tienes que pedir a la montaña que sea tu guía para que la montaña te suelte de su abrazo. Terminas tu recorrido y desciendes, a pie, o en teleférico. Si vas en la cabina, percibes un acercamiento progresivo al paisaje urbano, como si fueras un lente digital. Luego debes aclimatarte de nuevo al ruido y la horizontalidad de este abajo, ya que has visto el asfalto volverse metal volverse asfalto volverse tierra y hoja, piedra, ceniza, agua, barro y luego asfalto otra vez. Llegas aturdido, cansado, pero desciendes un poco más, hasta estar debajo de la piel de concreto, otra vez al abrigo de la madre que experimentará contigo el diario proceso de alumbramiento al tragarte y escupirte sucesivamente de sus entrañas.


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Esto es lo que le faltó al pobre de Andrés Barazarte, que alguien lo encarara a Caracas desde el cerro y le señalara norte, sur, este y oeste, venimos de allá, subimos por aquí, por acá está tu casa, tu calle, tu perrero y tu parada de autobús cuando él se preguntaba «cuál era el truco, la clave o el milagro para saber dónde coño quedaban las cosas y cuándo se desembocaba, de buenas a primeras, en un callejón ciego».  La clave está en saber cómo es la ciudad afuera y adentro. Desde arriba, desde las profundidades, y ya luego a pedal y combustión sanguínea, porque hay que haber vivido mucho el vértigo de las alturas y la oscuridad de los túneles para que el punto medio se convierta en un gigantesco parque de diversiones. Imagina cómo es esto: son tu bici y tú, los motorizados y los camioneteros por el mismo canal. Nunca en tu vida recibirás mayor descarga de adrenalina. Puede ser que la vibración que percibes en las manos se deba simplemente a que los cauchos están demasiado inflados, pero tú sientes que es el zumbido de algo que está vivo, algo que camina debajo y por la calle y que también pertenece a lo que viste y escuchaste allá arriba, de tu guía, la silueta que recorta el cielo y los edificios. A veces yo lo siento también en los pies, aunque en mi caso puede ser solo que el andar despojada de mi máquina me vuelve un ser más pequeño ante este monstruo y por eso me da tembladera. 


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El reloj de La Previsora marca la hora, vamos a ponerle las cinco y cuarto. Cruzo la calle hacia la Plaza Venezuela, lento, lentísimamente. No deja de fastidiarme la idea de que habría hecho el mismo recorrido en 15 minutos si no hubiese tenido tan mala suerte con la tripa del caucho trasero. Aunque no viene nadie, como soy buen peatón, respeto la ciclovía. Entonces se me ocurre algo que no tiene nada que ver con Caracas ni con las bicicletas ni con la angustia de Barazarte y el método para que los habitantes de una ciudad plana se sitúen en este territorio, y es que en la literatura son más interesantes las obsesiones, porque fuera de la literatura, en la vida real, estas no son más que mañas o vicios del pensamiento y uno se arriesga a parecer monotemático. Mis amigos de Caracas ya están hartos de que yo divague sobre estas cosas, por eso las escribo. Para sacarme este bicho de la cabeza. La conversación exige novedad y velocidad. Escribir implica ralentizar el pensamiento. Detenerse. En ese sentido es más parecido a caminar: una actividad melancólica. Como todavía falta un tramo, de unas diez pedaleadas que traducidas a pasos humanos pueden sentirse casi como el infinito, me permitiré decir también que lo importante siempre es en qué pueden convertirse las obsesiones, artísticamente hablando. La obsesión es maña transmutada por el impulso creador… Yo qué sé. Hoy la bici sigue en el taller. Y sin mi bici no hay vehículo de escape de la boca que se traga a los peatones, de la masa triste, atareada, imbuida en cualquiera que sea el detalle que les va a arruinar el día. Mala vida la del peatón, pero más malo es el café que pedí (llegué bien, gracias por preguntar). Esta vez ningún loquito se me pegó atrás y no tuve que ejecutar una penosa marcha rápida. El lugar es simpático, con su vista hacia los paseantes del boulevard, pero el café es horrible, por eso siempre está solo. Gracias a estos paseos que terminan en ejercicios de prosa narrativa, el personal está viviendo conmigo la fantasía del escritor malintenso del que todavía no se sabe qué obra habrá nacido en las mesas del local. Las capitales están llenas de personajes así. 


Caracas, 12 de febrero de 2021


 
 
 

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