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CRÓNICA | Un corazón que explota

Actualizado: 5 sept


Letra: Ander De Tejada | Ojo: Abraham Correa.

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Lo vi desde la ventana explorando los rincones selváticos del parque junto a nuestro amigo Fumito. Supe que no estaban haciendo nada bueno por la forma de moverse entre la maleza sin podar. Recordé que lo había visto antes en el estacionamiento, hablándole a una mujer jovencísima que tomaba asiento en su moto Bera. Por un instante, después de reconocerlo desde la altura, me sentí lo suficientemente maduro como para ignorarlo. Ya estaba acostumbrado al movimiento desafiante a la autoridad. Ya nos habíamos enfrentado a toda clase de hijos de puta: vigilantes temibles, al loco Bigote de Brocha y a un miembro pesado de la junta de condominio llamado Francisco Pérez, nuestro mayor enemigo quizás, a quien una vez se le entonó una sinfonía de injurias hechas serenatas al pie de su ventana: 


Francisco Pérez, coño de tu madre, / ¿por qué no nos dejas en paz?

 

Pero sí, a pesar de todo, sentí un pequeño sobresalto, una alerta penosa, porque no era lo mismo hablar del monstruo que tenerlo enfrente; no era lo mismo defender nuestro legítimo derecho de ser niños y enloquecer, hacer ruido, jugar fútbol, reír a todo volumen, que practicar de pronto la ingesta de una sustancia ilegal. Y un día vi, por fin, la nube de humo que ascendía de los matorrales mientras mis amigos y yo hacíamos una inocentada —patear un balón, lanzarlo al aro de básquet, mentir sobre una experiencia sexual— y percibí la esencia en la punta de la nariz. Me sentí un ser sabio cuando pude hacer la identificación. ¿Eso es marihuana?, pregunté agitado, nervioso. Los amigos me miraron como si estuviéramos a siglos de distancia, como si nos diferenciara una vida entera y no un lustro, y me dijeron que no me preocupara, que todo estaba bien, que nada malo me iba a pasar.


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Poco después se me reveló el estado de las cosas: Lapa, decían mis amigos, no podía hacer la vida como una persona normal. No podía remontar las calles como lo hacía yo, no practicaba la errancia ni el paso lento, y se despedía poco a poco de toda noción de libertad que implicara el movimiento. ¿Por qué?, pregunté. Porque está enculebrado, respondió alguien. ¿Cómo así?, indagué. Un amigo, más considerado con mi condición de menor —discapacidad que se respeta, generalmente, en los espacios urbanos—, me explicó, en el castellano más diáfano, que Lapa estaba emproblemado, que probablemente lo querían matar y que había llegado a la casa del hermano, en nuestro edificio, para alejarse de un mundo exterior empeñado en herirlo. Entonces conocí el significado de la peor enfermedad del mundo, quizás lo más tenebroso que existe en las relaciones interpersonales: la deuda pendiente, motivo de honores mancillados, y el individuo, vivo o muerto, que no se detiene hasta cobrarla. El hermano, el hombre que lo alojaba, sí parecía haber logrado cierto acomodo. Se veía, más bien, como un soltero estable, sano, con una vida romántica activa, a quien solíamos envidiarle las voluptuosas novias que exhibía en los pasillos. No parecían familia, pues Lapa era alto y flaco, como una serpentina estirada pero de lipa protuberante. Un día, mientras los observaba desde lejos, lo vi remover sus espesos ropajes para sacarse algo de la comisura del pantalón. El objeto brilló gracias a un reflector blanco mientras viajaba a las manos del musculoso hermano. En el medio segundo de intercambio pude comprender las formas del metal y darle nombre al objeto. Me quedé callado. Seguí viviendo la noche como si no hubiera pasado nada, pero habitado por una duda interna, pensando que quizás la cosa era más seria de lo que pensaba. Al rato conté mi avistamiento y los demás se confesaron enterados. Me dijeron que sí, que efectivamente andaba embichado, como si llegara un momento que preferían evitar a toda costa: el de mis preguntas, y como si me pidieran, otra vez, que no me sobresaltara, que no me preocupara por nada. 


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A partir de ese momento, la exhibición del arma fue menos problemática. Lapa se dejaba ver sin suéteres, sin esconder la comisura hinchada del pantalón, la protuberancia metálica y mortal. Y en las noches, después de despedirse, cuando sabía que lo podíamos escuchar, soplaba por el cilindro y ululaba como un pájaro escondido y nos comunicaba su posición, su estado de ánimo y la disposición realmente particular que tenía para el juego: una vez organizó una guerra de pistolas de balines en el patio y otro día decidió unirse a nuestra partida de fútbol, en la que desfiló sus patas anchas y abiertas, alérgicas al balón, por todo el concreto que delimitamos como cancha. A pesar de su condena a muerte, de una vida sin esperanza —¿la tendría?, me pregunto a veces—, se reía y se levantaba la camisa con insistencia para que todos vieran las rojeces circulares que le quedaron de la guerra ficticia. Todo pasaba y la realidad oscura de una Caracas más violenta que nunca se desvanecía en aquella burbuja residencial, búnker impenetrable para el malandro común, ciudad dulce dentro de la ciudad terrible, donde se podía aprender de lo que pasaba afuera, en la vida real, sin que ella nos afectara de verdad.  


Una de esas noches me habló directamente.

Alrededor de nosotros, la felicidad de un viernes a punto de terminar, que se lograba con la ingesta de la auténtica comida china del restaurante La Corona de Oro, con envases improvisados sosteniendo el aguardiente y con la rotación efectiva del cannabis entre las falanges adolescentes. 


No sé cómo quedé frente a él. Solo, fulminado por sus ojos eternamente rojos, sin alguien que evitara una conversación que no quería tener. 


—No dejes de estudiar —me aconsejó. 


Vi a los demás existir. Vi sus sonrisas de inocencia a pesar de que se nos agotaba el tiempo. Ahora los recuerdo en su quincena, cuando los conocí, cuando se defendían de los foráneos o cuando se peleaban entre ellos. Cuando me confesaban que todavía, a pesar de sus almas ingobernables, las mamás los regañaban por sus terribles desempeños académicos, o cuando la emoción no les cabía en el pecho y anunciaban sus inauguraciones sexuales con mujeres adultas, irresistibles y a veces creo que irreales. Con esa gente, que apenas acababa de ser niña, es que Lapa conseguía el refugio emocional dentro de su refugio espacial. Probablemente, por la misma cualidad de la inocencia, ese barniz de alegría, esa descontaminación que tiene el alma que todavía no ha sentido ciertas cosas. 


Después me volvió a mirar. Me aclaró que, a mi edad, estaba tan embelesado con la posibilidad de poseer la mezcla mortal de una pistola y una moto que se olvidó de todo lo demás. De todo lo que, según él, realmente importaba. Yo asentí a pesar de que no había nada más ajeno para mí en la vida. Todavía era un soñador ingenuo, cobarde frente a las demostraciones de violencia. Apenas un año antes me habían robado por primera vez, como experiencia inaugural, y un bobolongo desarmado me dejó sin zapatos en la avenida Vollmer. 


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Lo miré a pesar de todo y volví a asentir, asumiendo que lo que importaba era el tiempo que se había tomado para llamarme aparte y compartirme un consejo que, en el fondo, no era para mí, sino para un adolescente que ya no existía. 


A partir de entonces le perdí el miedo, y ya le daba la mano y podía mirarlo a los ojos. Podía sentarme a su lado y no romper el círculo; escuchar atentamente sus palabras como si salieran de un humano y no de una criatura del inframundo. Otro amigo sirvió de oráculo sociológico: cuando se está en ese mundo, dijo, no se puede salir nunca. Pensé en lo que implicaba no poder salir nunca. En el hueco eterno de una condena. En lo que significa, en verdad, una consecuencia inalterable. Y después de esa intervención, de esa muestra orgánica de sabiduría, otro de los panas dijo: de todos modos, le tengo su distancia, consciente de que había un límite para la que era, a fin de cuentas, una amistad imposible: había algo en él que no se debía unir con la vida, apenas germinal, de mis queridos amigos adolescentes. Lapa parecía entenderlo, parecía no enrollarse demasiado con la etiqueta —a veces hermosa y a veces terrible— que inevitablemente pesaba sobre él, que llevaba atada al cuerpo, al verbo y a la forma de comprender al mundo y al hombre.


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Una noche cualquiera, supongo que por sus limitaciones en la movilidad, nuestro particular pana recibió una visita de sus amigos del pasado. El más normal no hablaba. El más anormal, en cambio, no podía proyectar la voz por un tiro que le dieron en el cuello. Y lo intentaba. Y después, a los días, una mujer llamada Valentina contaba que el hombre aullaba como un lobo triste, desgarrado por el llanto, y trataba de explicarle que esa era su condición: no poder proyectar la voz, no poder comunicarse bien con una fresa así. Todos se refugiaron entre nuestros muros. Yo me mantuve distante. Continué mi velada con una parte del grupo que no se atrevía a materializar la mezcla. Me sentí más tranquilo allá, debo admitir, porque era demasiada la extrañeza. Pero mi integridad, que siempre había sido considerada por todos como la más sifrina y caprichosa del edificio, se vio revestida por algo nuevo. Potencialmente, podía estar cerca de la mala vida. Y si podía estar cerca de la mala vida, pues era un humano. Y si era un humano, inevitablemente estaba viviendo.


Sigo: le gustaba el reguetón y ese rap sin melodía que recoge la violencia urbana. Fumaba muchísimo. Ni idea de si trabajaba o cómo se mantenía. Se reía poco y sordamente. Le decía convive a todo el mundo. A veces llegaba con noticias que nunca hubiera conocido sin él, como que a un niño de Pinto Salinas, por estar mal parado, le pegó una bala en el pecho que le explotó el corazón. Nunca se me olvidó esa imagen, construida en la improvisación de quien cree estar hablando en términos médicos, pero que, sin querer, refiere los efectos de una vida sentimental descarriada. Me aterré. Siempre me aterraba tras una noticia así, aunque también sentía una curiosidad movilizadora, cierta necesidad de saber, cierta admiración por la valentía que implicaba enfrentarse, de un modo tan abierto, a la forma más oscura de la noche. Otras veces mostraba videos de la cárcel: en uno, uno de los honorables presidiarios sufría una disfunción eréctil mientras compartía el catre con dos morenas flacas, y trataba de hablarle a su miembro para alentarlo al efectivo levantamiento, y después, vencido por la circunstancia, declaraba la muerte total de su carne. Yo me preguntaba por qué pasaban esas cosas. Desde la muerte más inexplicable e injusta, la muerte de un niño, hasta el acceso de un afecto inhibidor. Nadaba entre el terror y la admiración.


No entendía la complejidad de un mundo que poco se parecía al que yo generalmente habitaba: completamente optimista y abundante, colmado de poesía y promesas de amor.

Cuenta la leyenda que una noche echó siete tiros al aire para defender a unos conocidos suyos que fueron interceptados en la avenida después de un accidente de tránsito en el que se dieron a la fuga. Vi parte del conflicto desde la casa, a través de una ventana que daba hacia el este. Se cruzaron en la intersección, se escuchó un griterío, apareció un arma, un individuo huyó como una sombra negra y escaló hacia La Candelaria. A los pocos segundos se escucharon los siete plomazos: claros, nítidos y secos. Me agaché bajo el nivel de la ventana. Era la primera vez que los escuchaba tan cerca. Mi madre se sobresaltó. Creo que me mandó a dormir. Nunca supe si había sido él. No me lo confirmaron. Pero a veces decían que sí, que había aparecido como un héroe para evitar una masacre, que había arriesgado su pellejo en una exposición así solo porque, alguna vez, quién sabe cuándo, en qué circunstancias, había conocido a los involucrados. Me di cuenta: Lapa estaba a favor de los malos. Y yo, por un instante, también. 


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Poco después desapareció. Yo nunca me olvidé de él a pesar de que no pregunté más por su paradero. Al parecer, según contaban los demás, se había mudado. Un día revisé las noticias del Facebook y leí el anuncio de su muerte. Recuerdo claramente la sintaxis del obituario: Me mataron a mi amigo, escrito por uno de los panas. Se cumplía el destino inalterable. El designo de dios. El oráculo sociológico. Y se confirmaba, a través del doble posesivo, que había sido un verdadero miembro de nuestro grupo adolescente, de esa suma de partes desiguales, deformes, heterogéneas, que por alguna razón aprendieron sobre la coexistencia y el amor. Me pregunté por su muerte, por su cuerpo, por el destino de su corazón explotado y de su vida sentimental descarriada. Mi doliente amigo, por su parte, lo siguió llorando en su homenaje cibernético y le rindió los honores que, sin duda, merecía. Por lo menos, opino, porque soy testigo de que intentó cambiar. 


 
 
 

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